¿Cómo se logra que la historia de un niño sumergido en la miseria y la desesperanza se convierta en una obra de arte? ¿Cómo es posible que una infancia transcurrida en la pobreza más absoluta, en que una madre no tiene para parar la olla sea contada con una épica serena, incluso con elegancia? Lo logró y lo hizo posible Oscar Castro en 1951 en esta “Vida simplemente” publicada cuatro años después de su muerte.
Oscar Castro dejó demostrado que se puede contar la infancia transcurrida en un barrio marginal, con conventillos en cuyos callejones impera la ley del más fuerte y donde las experiencias vitales de esa edad tan pura se plasman en un prostíbulo, haciendo de la narración un camino de esperanza y de salvación, sin caer en el previsible mar de lágrimas y de autocompasión.
Se dice que esta novela, una de las mejores creo yo, de la literatura chilena del siglo XX tiene mucho de autobiografía. Y yo lo creo a pie juntillas, porque no es posible escribir sobre esto y de esta forma sin haberlo vivido. Yo lo entiendo así y lo digo por razones que no quiero desarrollar.
Roberto, este niño de diez años, hijo de padre ausente y madre ejemplar, se va forjando en medio de las amarguras y la solidaridad noble de las prostitutas del burdel del barrio, superando las humillaciones del niño rico que lo invita a su casa no por amistad sino por cruel ostentación, llevando para siempre las secuelas de ese amor infantil que lo termina despreciando y creyendo que la normalidad es el barro, el juego en la acequia, el no tener zapatos y comenzar el día con el té y el mendrugo de pan como desayuno.
Pero surge una ventana nueva, que le cambia su visión del mundo. Porque aprende a leer casi solo, sentado afuera del conventillo, con los cuentos de un folletín y luego lee todo lo que encuentra incluida esa Vuelta al mundo en 80 días que devoró con devoción. La salvación estaba una vez más, en los libros.
No sé por qué no leí esto antes. Pero, ahora me siento reconfortado de haber llegado a esta prosa hecha poesía de Oscar Castro, escrita hace ya tanto tiempo, pero indeleble en su mensaje, en sus lecciones, en su resiliencia anclada en el mismo pueblo, que nos hace transitar desde la injusticia y la dureza del mundo arrabalero al triunfo de la fuerza espiritual, del saber que abre puertas, de la dignidad como patrimonio y de la sanación de las heridas que salvan y redimen.