Durante nuestro pasado hemos enfrentado muchos desafíos como especie. Tuvimos que lidiar con amenazas que podíamos ver, como lobos y tigres dientes de sable, a la vez que enfrentábamos amenazas que no podíamos ver, como los microorganismos. Para sobrevivir a las primeras, nos agrupamos, construimos muros y desarrollamos armas efectivas. Para lidiar con las segundas pasó más tiempo, pero sin saber nos ayudó la potabilización del agua, las normas sanitarias y las vacunas.
La utilidad de estas estrategias se hizo evidente cuando en 1884 el microbiólogo alemán Robert Koch formuló sus postulados, que vincularon las enfermedades transmisibles con los microorganismos. Aún así, sin armas efectivas contra ellos, nos pasamos décadas tratando las enfermedades con cataplasmas, sangrías y oraciones, con la esperanza que nuestros seres queridos no sucumbieran a mortales infecciones producidas por una sencilla cortadura en la piel. Hasta que, en 1928, dejamos atrás el terror a una cortadura cuando Alexander Fleming descubrió la penicilina, que permitió el tratamiento eficaz de infecciones bacterianas. Este regalo de la naturaleza lo recibimos con júbilo, y lo hemos utilizado y mal utilizado a tal nivel que las enfermedades transmisibles pasaron de ser la principal causa de muerte, a convertirse en un mero inconveniente para continuar con nuestras vidas.
Nuestros viejos enemigos, las bacterias patógenas, parecían estar domadas. Sin embargo, las infecciones contra las que no hay tratamiento regresan como lobos asechando en la obscuridad. Hemos sido nosotros mismos quienes les dimos este poder, al mal utilizar este regalo de la naturaleza automedicándonos, no terminando el tratamiento, arrojando los antibióticos sobrantes al medioambiente, o prescribiendo antibióticos sin necesidad. De esta forma seleccionamos aquellas cepas de bacterias resistentes a múltiples antibióticos, las bacterias multirresistentes; Staphylococcus aureus resistentes a vancomicina y Acinetobacter baumanii productoras de carbapenemasas son dos ejemplos relevantes.
El viejo enemigo, la infección que no se puede curar, reaparece y nos lleva de regreso a la era previa a 1928. Es así como en la actualidad, las infecciones por bacterias multirresistentes cobran la vida de más de 700.000 personas anualmente. Y si no hacemos nada para detener el avance de estas bacterias provocarán en los próximos 25 años otros 10 millones de muertes (Murray et al 2022). La industria farmacéutica ya no está produciendo nuevos antibióticos, y los que están son cada vez menos eficaces. Las bacterias se traspasan entre ellas y a su progenie la cualidad de resistir a cada vez más antibióticos, potenciándose, renovándose, convirtiéndose en aquellos lobos que pensábamos, habíamos dejado afuera.
No todo está perdido, hay nuevas iniciativas, tratamientos complementarios, costosas terapias basadas en compuestos sintéticos; pero la mejor ayuda, es la que puedes ofrecer tú, al hacer un uso racional de los antibióticos.