El término de la democracia con el golpe militar del 73 es una fecha memorable. La intervención militar del 11 de Septiembre fue una gesta patriótica y necesaria para muchos chilenos, pero también dolorosa y trágica para muchos otros. Por eso no es un motivo de celebración nacional, sino más bien de reflexión.
Pero concordamos sin condiciones en que los abusos a los derechos humanos en que incurrió la dictadura nos dañan aún ahora, porque a 50 años del suceso, siguen obstruyendo nuestra conciliación y dificultando nuestra convivencia y son además sistemáticamente utilizados como excusa para justificar el engaño, la violencia y la destrucción institucional por parte de unos pocos, poniendo así en peligro el futuro del país y especialmente el de los más vulnerables.
Es que una interpretación objetiva de lo ocurrido con Chile es imposible, marioneta como fuimos de esa Guerra Fría y perdidos en las pasiones de la vital contradicción vestida de idealismo marxista que impulsaba la Unidad Popular. La ilusión de una revolución democrática, la persecución de un imposible incongruente que no podía terminar sino en tragedia. Porque la democracia es lenta, requiere de paciencia y buena fe, de generosidad y franqueza. Ella es el antítesis del odio, del engaño, del abuso, de la opacidad y de la violencia, precisamente los instrumentos tácticos fundamentales de la tiranía que esconden todas las revoluciones y también las “transformaciones” como algunos les dicen ahora.
Ese pesado yugo que siguió a las dictaduras sobre las izquierdas latinoamericanas, quizá motivó la genuina renovación de algunas de ellas a que hicieran propios, como nunca antes, el fortalecimiento de la democracia y el respeto incondicional a los derechos humanos. Esas centros izquierdas hoy democráticas, fueron en Chile protagonistas de una transición ejemplar y no obstante las evidentes restricciones, supieron gobernar con una disposición conciliadora y de Estado, desde el Informe Rettig hasta las reformas constitucionales. Lograron legitimar una gobernanza imposible sin que las elites políticas estuvieran dispuestas a negociar y proteger los valores fundamentales del derecho y de la democracia que habíamos perdido. No fue un camino perfecto y quedaron graves heridas abiertas, pero fue un camino republicano, respetuoso de la democracia y a la altura de la vocación de servicio que ella exige.
Sin embargo, otras izquierdas lideradas por los comunistas ya desprovistos de idealismos y de discursos al “pueblo”, eligieron el camino irreconciliable del revanchismo y la violencia e infiltraron algunas democracias en el continente y en Chile con el objeto de debilitarlas por adentro y por fuera, hasta forzar su “deconstrucción”. Ellos buscaron controlar los estamentos públicos y educacionales y con la paciencia que los caracteriza, transmitir por décadas su mensaje de frustración y odio disfrazado de verde, de liberación femenina, lenguaje inclusivo, indigenismo y de género a las nuevas generaciones. Desde esa “nueva izquierda” surge el desmantelamiento educacional, la penosa estridencia y trincherismo del Parlamento, el partidismo abusivo de la justicia chilena y el revanchismo patológico de las elites políticas que hoy desgarran la energía y los recursos limitados de un Estado enfermo de gigantismo y corrupción. Ellos intentaron convertir el genuino descontento de nuestra clase media por el abandono y la deuda, en el octubrismo violento y abusivo que conoció nuestro país, buscando destruir la democracia arrasando con los derechos humanos desde las calles y forzando un camino constitucional que intentaron manipular desde el engaño para desarticular la nación. Arriesgan repetir así el libreto de una tragedia conocida, exponiendo a Chile nuevamente como marioneta a los intereses contrapuestos de una nueva guerra fría que se cierne sobre el planeta.
Magna irresponsabilidad de nuestros eternos ex estudiantes, con su narcisismo estridente, su vergonzosa ignorancia, su protagonismo de calle, su hipocresía ecológica y su patético intento de reescribir la historia a la fuerza. Con tristeza -pero aún con esperanzas -, hoy les llamamos la Generación Perdida.