• 19 de Abril

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El anuncio de cancelación de los fuegos artificiales para el año nuevo se comunicó como una noticia poco popular. Es claro de que hay una posición dividida entre quienes quieren y quienes no quieren fuegos artificiales.

Los problemas de los fuegos artificiales son conocidos. Perros perdidos, niños asustados, la diversión de unos que es la desgracia de otros. Luces en el cielo que también son un estruendo. Dura quince minutos, veinte, y listo. Para quienes observan con tranquilidad, hay un asombro especial, mágico, sorprendente. Para quienes los padecen, una cuenta regresiva, desesperante, de la que no siempre es fácil escapar, hasta que termina. Todos los años es lo mismo. La peor bienvenida. Para que unos lo pasen bien, otros lo tienen que pasar mal.

Por décadas, los fuegos artificiales en la bahía han atraído multitudes, no sólo de Puerto Varas, sino que además de comunas aledañas. Una comuna que se decía turística merecía tener sus fuegos artificiales y Puerto Varas los tenía. Las dudas del acto dependían de las lluvias, no de la pandemia, o del estallido social, o de los perros que se pierden, o las dificultades que generan para las personas que tienen autismo, y sus familias. Eso se sabía, pero no se consideraba, al menos, no hasta al punto de revertir el esperado espectáculo.

Durante los últimos años los fuegos artificiales pasaron a ser un tema cada vez más polémico. Los estragos que generan no sólo son reales, sino que además convocan a la conciencia cívica, el respeto por la diferencia y el espacio de todos. Muy probablemente, hay maneras más simples de compartir la noche de año nuevo. Tal como se propone, se pueden hacer otras actividades, tanto durante esa noche, como repartidas en la temporada alta, buscando un impacto más positivo, sobre todo si se enriquecen pensando efectivamente en la inclusión, haciendo eco de los motivos que movilizan el fin de los fuegos artificiales en Puerto Varas.

Con todo, hay una nostalgia de la que hacerse cargo. Los fuegos artificiales tienen su tradición. Recuerdos de minutos previos a las doce de la noche. Familias, grupos de amigos, todos apurando el paso, qué hora es, cuánto falta, apostando a cuál es el mejor lugar para ver el espectáculo. Apúrate. El muelle, la playa, costanera, la calle Mirador. Algunos llegaban con mesa de pic nic, el cooler, todo listo y dispuesto. La ropa pensada desde hace días. Caminar por las calles cerradas para los autos. El nervio. El estruendo que estremece el entusiasmo del inicio de los fuegos. La prolongación de las luces en el cielo oscuro, que brillando se desvanecen, hasta que otras aparecen, haciendo imaginar que el momento no tiene fin. El brillo en el agua dibuja la memoria con sus colores en movimiento. El cierre se aproxima entre las palmeras, las campanitas, en el mejor de los mundos, la cascada. Los aplausos. Los gritos. La sensación de tránsito, desde un año que pasó, a otro nuevo que llega. Los buenos deseos de lo mejor, para lo incierto. También entonces termina el llanto, la desesperación, parte la búsqueda de los perros perdidos, el intento de calmar la situación. Queda también la basura repartida en todas partes.

Probablemente esta forma de celebración pronto cambiará en todo el mundo. Drones de colores, fuegos artificiales con muy poco sonido, láser con agua, tal vez serán parte de una nueva propuesta, menos invasiva, con menos problemas asociados. Mientras el futuro llega, terminar con los fuegos artificiales es una decisión necesaria si la comuna quiere ser más amable, comprensiva, respetuosa y, sobre todo, justa con las diferencias que la enriquecen como sociedad. El turismo de Puerto Varas no puede estar condicionado a un espectáculo puntual de 20 minutos, por notorio y convocante que sea. No obstante, hay algo que debe ser preservado, más allá de que se termine con la tradición de los fuegos artificiales. Eso también tiene que ser diferente, con la misma importancia que tiene la inclusión para tomar esta decisión.

Por: Pablo Hübner