• 28 de Marzo

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Hay una pregunta que a mi juicio es fundamental en relación a la destrucción y a la violencia que se ha hecho parte del paisaje de Chile desde hace unos quince años y que ha recrudecido especialmente desde el “estallido social”.

Es que más allá del repudio y debido procesamiento a quienes están tiranizando los espacios públicos, la propiedad y poniendo así en peligro la vida y progreso de la comunidad, necesitamos reflexionar en cual es la causa de este frenesí  abusivo más allá de la mera contingencia. Porque si diagnosticamos mal y no lo sabemos contener a tiempo, puede abrir las trincheras y convertirse en un chantaje irreversible que haga sangrar al país al igual que ocurrió hace cuarenta años.

Es tentador afirmar especialmente para los más jóvenes, que esta violencia abusiva e irracional, constituye un desahogo desesperado de quienes han  visto injustamente frustrada su vida no obstante sus esfuerzos y sus méritos, por los privilegios y abusos de un sistema impersonal impuesto para el mayor beneficio de unos pocos.

Sin embargo no paree haber una sola respuesta a esta cuestión, porque este frenesí de matonismo cobarde y destructivo  se nutre de diversos protagonismos, orígenes e intereses.

En primer lugar porque la injusticia y la frustración social, así como la pobreza moral y material son propios de la convivencia humana en Chile y en el mundo, hoy día y desde que hay historia. En este último aspecto, hasta adonde puede medirse, los últimos 30 años en nuestro país han sido un avance contra la miseria y las limitaciones materiales (imperfecto por cierto pero incuestionable) en términos absolutos y en relación a otros países de similar contexto.

En segundo lugar, es un hecho histórico que para los extremos de la izquierda sesentera, específicamente para el comunismo (especialmente hoy el Latinoamericano), la democracia en cualquiera de sus versiones constituye un obstáculo para la conquista del poder, en cuya estrategia la violencia “del pueblo” contra la tiranía (léase los demás…) ocupa un lugar central. Y esto no ha cambiado, no obstante el despojo humano que resultó de su tiranía en el siglo veinte.

En tercero, es a mi juicio también un hecho indiscutible que el crecimiento económico experimentado por Chile en estos últimos cuarenta años ha ido dejando una secuela de injusticia y de deuda que su medición no refleja y que ha generado una precariedad escondida en gran parte de nuestra población, no obstante el enconado esfuerzo de esas familias por surgir materialmente “de acuerdo a las reglas”. Parte de sus síntomas son la corrupción pública y el abuso empresarial.

Esto ha dañado el tejido de nuestra convivencia, sembrado desconfianza en la institucionalidad y dejado abierto un espacio para que esa justificada frustración sea utilizada estratégicamente por otros que se benefician de la anarquía (como el narcotráfico) o con el fin de alcanzar, por cualquier medio, el poder y el revanchismo (el caso particular del partido comunista chileno para quienes la “guerra” contra la dictadura de Pinochet aún no termina).

Y finalmente creo que el andamiaje moral y la formación valórica de los chilenos, incluso más allá de la educación formal, vienen en picada junto a la crisis de la familia y la disrupción tecnológica de las pantallas con su engañoso contenido comercial, que estimula  el cosismo ilimitado, la vida propia como mercancía y la perdida del sentido de la realidad.

Esto último, especialmente brutal en nuestra población, ha provocado la erosión de la gratuidad  y de nuestra capacidad de acercamiento, de tolerancia a la diversidad y de paciencia razonable, virtudes fundamentales para la conciliación. En consecuencia hemos ido perdiendo sentido de comunidad y de país, sustituyéndolo por un falso histrionismo vociferante, grosero y odioso que inunda los medios  y que se encuentra invadiendo los lugares más privados de nuestra vida cotidiana.

De esta manera, nuestra comunidad dispersa en el individualismo extremo, en la desmesura materialista y en la desconfianza, es presa fácil para la venganza ciega, la codicia y la mentira. Por ahora, estas corrupciones y los bandidos variopintos que hipócritamente las promueven - aunque por muy poco - parecen llevar la delantera.

Por Pablo Ortúzar A.